Un tipo de ovino denominado Ovis Aries Ligeriensis fue el antecesor de lo que hoy conocemos como oveja manchega. Este ancestro atravesó los Pirineos, cruzó varias regiones españolas (Aragón y Castilla y León) y se asentó en la comarca natural de La Mancha. Desde ese momento, la oveja manchega frenó su trashumancia -desplazamiento de ganado de unos lugares a otros para beneficiarse de la climatología y los recursos forrajeros de esa zona- y se convirtió en una raza de carácter sedentario y fiel a la tierra que la adoptaría para siempre.
Los primitivos pobladores de La Mancha domesticaron a la oveja manchega y mejoraron la raza, sin permitir que se mezclara con otras. Por esta razón ha mantenido su pureza y cualidades originales, así como sus peculiares características, que apenas han sufrido cambios a lo largo de los siglos. Se dice del animal que es el ovino de sangre azul.
La oveja manchega se explota en pastoreo durante todo el año, aprovechando los recursos naturales de la zona de La Mancha, si bien su alimentación es apoyada con raciones de concentrados y otros subproductos en las épocas de mayores exigencias nutricionales -gestación, lactancia, etc.-. Se agrupa en rebaños que oscilan entre las 100 y las 600 cabezas, en función del tamaño de la explotación agrícola, aunque pueden encontrarse rebaños de hasta 2.000 animales.
Existen dos variedades de oveja manchega, según su capa: una blanca, con las mucosas despigmentadas y que es la más numerosa y otra negra, con manchas claras en cabeza y partes distales de su anatomía. La variedad, sin embargo, no establece diferencias de calidad en la leche que producen. Esta leche se utiliza para la elaboración del Queso Manchego con Denominación de Origen y la carne de los corderos está amparada por la I.G.P. Cordero Manchego.