Con el nombre mudéjar -que procede de la voz árabe mudayyan (sometido)- se designaban en los reinos cristianos a los musulmanes que vivían, conservando su religión y sus costumbres, en territorio conquistado. Excepto en los momentos en que mediaba alguna provocación por alguno de los dos bandos –cristianos y musulmanes- que se disputaban algún territorio de la Península Ibérica, la convivencia entre ellos era pacífica: los mudéjares ocupaban barrios diferenciados -las aljamas- y se regían por sus propias leyes, siempre sometidas a la aprobación del rey o del señor cristiano del que dependían. Aceptaban el trato de vasallos y pagaban el tributo estipulado desde el momento mismo de la conquista; ejercían sus oficios de siempre y solo su religión y su vestimenta les diferenciaba de la población cristiana.
El fenómeno no era nuevo: cuando el Islam emprendió la rápida conquista de la Península Ibérica habían admitido también en su ámbito a una minoría religiosa -los mozárabes- que conservaban, en los reinos musulmanes, su culto cristiano.
Los recursos ornamentales de los mudéjares merecen un capítulo aparte. En primer lugar, conviene destacar un hecho relevante: por muy rico que sea el aspecto de una torre, por muy suntuoso que deba ser un palacio o por mucho que un edificio, sea cual sea, pretenda destacarse como algo singular, el efecto de riqueza decorativa se logra siempre con materiales muy pobres. Ladrillos, aliceres vidriados, yeso y madera constituyen la materia prima de esos conjuntos abigarrados y a veces lujosos, que en ningún caso requirieron mármoles o metales preciosos.
En las superficies exteriores -fachadas o torres- la mera disposición de los ladrillos en arquillos, rombos o espigas daría lugar a un juego de luces y sombras muy característico. La raigambre almohade de este tipo de decoración es indudable: el minarete sevillano que, más adelante conoceríamos como La Giralda, fue el que en la España musulmana se llamaba "sebka" consistía en la repetición hasta el infinito de una red de arquillos lobulados y entrecruzados.
No es posible desligar la aparición de esta corriente artística de los avances de la Reconquista y los movimientos de la repoblación: el mudéjar aparece inmediatamente después de la toma de un territorio por los reyes cristianos y se prolonga hasta bien entrado el siglo XVI.

Aparece por primera vez a mediados del XI en las tierras castellano-leonesas; antes de que finalizara el siglo, el mudéjar toledano había iniciado su marcha, aunque tanto uno como otro conocerían su momento de mayor actividad en torno a los siglos XII, XIII y XIV. El desarrollo paralelo del arte mudéjar en estas dos áreas no implicaría, sin embargo, una evolución acompasada: aquí, como en las otras regiones habitadas por musulmanes sometidos, resulta aventurado adjudicar una fecha a un determinado edificio basándose sólo en los datos estilísticos.
El hecho de que existiera una densidad de mudéjares tan importante entre las gentes que se dedicaban a la construcción y a las artesanías relacionadas con ella tenía que dejar, forzosamente, una huella visible en la lengua. En nuestro lenguaje cotidiano intervienen palabras que se incorporaron al castellano en aquellos siglos en que los musulmanes ponían nombre a lo que hacían para los cristianos: alcoba, aljibe, alberca, adobe, tapia, azotea, anaquel, alicatado, alféizar, alacena, azulejo, albañil… Las resonancias árabes de estas palabras tan frecuentes son sólo un testimonio más de lo cercano que sigue estando nuestro pasado, presente en las cosas más cotidianas.
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